jueves, 23 de abril de 2015

¿Es necesaria la entrada a la Alhambra?

Cuando entro en mi casa soy consciente de estar accediendo en un espacio donde no hay más límites que los de mi propia imaginación. Estar dentro de mi domicilio es -al menos de forma metafórica- como entrar en mi mente, ese lugar donde la libertad es poco menos que incuestionable. 

Podría pintar el interior de mi vivienda de color rosa fucsia sin ofender a nadie, aparte de a mi mismo, por supuesto. Podría desvalijarla como sucedía en aquel cuento de Italo Calvino en el que todos los ciudadanos eran ladrones, o derribar todos los tabiques interiores, o desmontar electrodomésticos y vaciar armarios, sin que todo ello suponga una afrenta a terceros. Podría, incluso, sentarme a contemplar cómo la hemorragia del tiempo reseca mi existencia sin que nadie me lo reprochara. Es la ventaja que tienen los espacios llamados “privados”. Los inconvenientes son cosa mía, y además se salen del tema. 

Otra cuestión diferente es lo que debería suceder con los espacios denominados “públicos”; esos lugares que, al pertenecer -al menos en teoría- a la colectividad, están sujetos a la tutela de la autoridad competente, porque alguien se tiene que hacer cargo y porque las cosas importantes no se pueden dejar de la mano de Dios.

Ahora bien, cuando se da el caso de que la autoridad competente empieza a mostrar evidentes signos de incompetencia a la hora de intervenir dichos espacios públicos, ¿sobre qué hombros caerá la responsabilidad del fracaso? Dicho de otra manera: ¿quién paga los platos rotos cuando la vajilla de porcelana que ha sido concienzudamente machacada era propiedad de todos?

Y cuando digo todos, digo todos; incluso de aquellos que se escaquean del fisco. Esa delicada vajilla a que me refiero no es otra cosa que el conjunto de la Alhambra, declarada Patrimonio de la Humanidad en 1984 por la UNESCO. En realidad, este dato no significa nada si los que gozamos de la cercanía de tan mágico lugar seguimos rehuyendo el compromiso que deberíamos asimilar como parte de nuestro fuero interno. 

Por aquello de que la autoridad competente tiene la competencia de gestionar lo que es de todos, se creó ese batiburrillo político y administrativo llamado “Patronato”. El citado Patronato de la Alhambra y el Generalife ha realizado tareas de conservación y recuperación (no me olvidaré del gran acierto que es a día de hoy la restauración del Patio de los Leones) amén de exposiciones, festivales y nuevos equipamientos que han servido para añadir vida a este inmenso poema que corona la colina roja. 

Otra cuestión diferente es lo que debería suceder con los espacios denominados “públicos”; esos lugares que, al pertenecer -al menos en teoría- a la colectividad, están sujetos a la tutela de la autoridad competente[...]

Pero este mismo Patronato que tantas cosas buenas realizó, ha considerado importante incrustar unas cuantas toneladas de hormigón en el lugar donde hoy se ha habilitado la entrada principal del monumento. 

La cuestión estética, como todos sabemos, es esencialmente subjetiva. Es posible que todo ese hormigón que se proyecta tenga su aquel para los promotores; de eso no me cabe la menor duda. Pero no puedo dejar de preguntarme si este dispendio de dinero y suelo público, en medio de una espantosa crisis económica, es absolutamente necesario. ¿Mejorará, tal vez, la Alhambra por tener un anejo diseñado por un laureado arquitecto? ¿Mejorarían los castillos de Babiera si les endosaran un puente de Calatrava? ¿Mejoraría la Plaza Vieja de Praga si en el centro irrumpiera una cúpula diáfana de Foster? ¿Sería más atractivo el Taj Majal si le adosáramos un centro de interpretación concebido por Campo Baeza? ¿Quedaría más bonita la Puerta de Ishtar si Guerrero la hubiera pintado de rojo cadmio?

Ya sé que estoy extrapolando la cuestión que (a algunos) nos preocupa, pero les recuerdo que, como escritor, me puedo permitir la licencia del circunloquio con el sano objetivo de suscitar la reflexión del lector.

Que cada cual responda estas y otras preguntas según su leal saber y entender. Entendiendo, eso sí, que la belleza de la creación humana nunca necesitó de añadidos para producir esa honda emoción estética que distingue un poema de un ripio. Y mucho menos si el ripio es básicamente innecesario.

Si el caso es que la actual entrada no satisface a nadie, me pregunto entonces por qué la puerta de Bibarrambla se pudre olvidada en medio del bosque. ¿Sería acaso una locura integrarla en un conjunto con el que -mira tú por donde- coincide estética e históricamente. Una puerta nazarí en un monumento nazarí ¡Qué idea tan descabellada! Donde se ponga el hormigón que se quite la lógica, que se quite el sentido común, que se quite la sensibilidad, que se quiten los árboles del amor, el perfume de las adelfas, los cipreses, los arrayanes... 

Total, si ya lo hemos hecho con la Vega, ¿qué nos impide seguir con la Sabika?
Hasta donde alcanza mi torpe entendimiento, tengo la vaga idea de que un cargo público no es una carta blanca.  

Jose Luis Gärtner

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